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Miercoles 08 de Abril, 2020

Reflexión para la familia en tiempos de coronavirus: Cumplir la voluntad de Dios para llegar al cielo

 


Tratado sobre la peste de San Cipriano

2.4 Cumplir la voluntad de Dios para llegar al cielo

“Pero dirá alguno: Lo que me entristece, viendo los progresos que va haciendo la peste, es que cuando ya me hallaba aparejado para confesar a Cristo, y pronto de corazón para sufrir por Él cualquier tormento, sobrecogido, ahora de la muerte se me priva del martirio. Ante todo, no está en tu mano, y solo depende de un favor particular de Dios que seas un mártir, ni tiene porque quejarte de haber malogrado una cosa, de la que aún no sabes si eras digno. Lo segundo, el mismo Dios que escudriña el corazón y las intenciones de cada uno; que penetra y trasciende los pensamientos más ocultos, vé, alababa y aprueba tus buenos deseos, y por lo mismo que te ve revestido de coraje sobre seguro que sabrá agradecértelo. Por ventura cuando Caín presentaba su ofrenda a Dios, ¿había asesinado a su hermano? Con todo, ya le había reprobado como fratricida en su interior. Lo mismo en los siervos de Dios, quién tiene la voluntad de confesarle, y anhela el martirio, remunera sus piadosos deseos. Una cosa es faltar el ánimo para el martirio; otra es faltar el martirio al ánimo.

Tal como te hallare Dios al momento de llamarte, tal será juzgado por Él, como dice Él mismo: «Así sabrán todas las Iglesias que Yo soy el que sondea los riñones y los corazones, y Yo os daré a cada uno según sus obras» (Ap.2,23). Él no pide nuestra sangre, sino nuestra fe… Debemos acordarnos que no hemos de hacer lo que queremos nosotros, sino lo que quiere Dios, según decimos en la oración que Él mismo nos encargó que rezáramos cada día. Y quizás, al revés, cuan contrario es lo que pedimos al querer que se haga su Voluntad, si al llamarnos de este mundo nos negamos a obedecerle ciegamente. ¿A qué es pedir que venga a nosotros su Reino de los cielos, si con el cautiverio de la tierra nos ve tan bien hallados? ¿Para qué pedir que se acelere nuestro reinado, si más queremos servir al demonio aquí, que reinar con Cristo? Por último, para que pedir que se hiciese patente el sistema de su divina providencia, sabiendo que el Señor al preveer lo venidero sólo mira por nuestro bien, si al llegarnos su voluntad renegamos de ella, pidiendo que nos libere de la misma; aunque sea el partir de este mundo.

No hay que temer a la persecución, si deseamos la eternidad. No hay que temer el día que Dios nos llame, ¿para qué pedirle que nos largue la vida? Aún a mí, el más mínimo de todos, ¡cuántas veces me fue revelado por orden expresa del mismo Dios, que clamase y predicase en público, que no se debía hacer llanto por nuestros hermanos sacados de este siglo, por llamamiento del Señor! Pues que no los perdíamos, antes bien, cual navegantes y viajeros, iban caminando delante de nosotros, que bien podríamos echarlos de menos, pero llorarlos, eso no.

Que no debíamos cubrirnos de luto y negro por ellos, que habían recibido la vestidura blanca en el cielo. Jamás llóralos como ha perdidos o aniquilados. Y que la fe que profesamos a voces, si hacemos tales cosas, la desacreditamos con los hechos. Así, sólo hacemos parecer nuestra fe en embuste y ficción, sino confirmamos con nuestros hechos, lo que profesan nuestros labios. San Pablo, reprueba, culpa y condena a los que se entristecen por la muerte de sus antepasados: «Hermanos, no queremos que estéis en la ignorancia respecto de los muertos, para que nos os entristezcáis como los demás, que no tienen esperanza. Porque si creemos que Jesús murió y que resucitó de la misma manera Dios llevará consigo a los que murieron en Jesús» (1Tes.4, 13-14).

De los que no tienen esperanza, proviene la tristeza por la muerte de sus seres queridos. Pero nosotros, que vivimos con esta esperanza, que creemos en Dios, y que estamos ciertos que Jesucristo padeció, murió y resucitó, sabemos que resucitaremos con Él. ¿Por qué llorar y dolernos por nuestros allegados, que salieron del mundo, como si se hubiesen perdido? Nos dice el mismo Jesús: «Yo soy la Resurrección. El que cree en Mí, vivirá y todo el que vive y cree en Mí, no morirá jamás» (Jn.11, 25-26). Si creemos en Jesucristo, creemos también en su promesas. Y puesto que no hemos de morir para siempre, vayamos alegres al encuentro de Él con quién viviremos y reinaremos. Tenemos que morir para pasar de esta vida temporal a la inmortalidad. No podrá empezar la vida perdurable, hasta que no acabe la temporal. Morir no tanto es una salida de aquí, como un tránsito y arribo feliz a la eternidad, después de concluida la carrera de nuestra mortal peregrinación.

¿Quién no deseará transformarse como Jesús y llegar cuanto antes a la dignidad de ciudadano celestial? El apóstol san Pablo nos dice: «Pero nosotros somos ciudadanos del cielo de dónde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo, el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo, en virtud del poder que tiene de someter a sí todas las cosas» (Fil.3, 20-21). Tales cosas nos promete el mismo Señor, que llegaremos a ser cuando por nosotros ruega al Padre que seamos y vivamos con Él en las moradas eternas, y nos regocijemos en el Reino de los Cielos, diciendo: «No ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en Mí, para que todos sean uno. Como tu Padre, en Mí y Yo en Ti, que aquellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo le he dado la gloria que Tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a Mí» (Jn.17, 20-23).

PARA CONVERSAR EN FAMILIA:

  • Si Dios te llamara hoy ¿estás preparado?

  • ¿Tienes esperanza en la vida eterna?

  • Hoy ¿cuáles son tus mayores apegos? ¿Qué cosas te impiden ir al cielo?




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