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La lepra desapareció y quedó purificado
Se le acercó un leproso a Jesús para pedirle ayuda y, cayendo de rodillas, le dijo: “Si quieres, puedes purificarme”. Jesús, conmovido, extendió la mano y lo tocó, diciendo: “Lo quiero, queda purificado”. En seguida la lepra desapareció y quedó purificado.
Jesús lo despidió, advirtiéndole severamente: “No le digas nada a nadie, pero ve a presentarte al sacerdote y entrega por tu purificación la ofrenda que ordenó Moisés, para que les sirva de testimonio”.
Sin embargo, apenas se fue, empezó a proclamarlo a todo el mundo, divulgando lo sucedido, de tal manera que Jesús ya no podía entrar públicamente en ninguna ciudad, sino que debía quedarse afuera, en lugares desiertos. Y acudían a Él de todas partes.
Palabra de Dios.
Sigamos profundizando en la Palabra, con la reflexión de Fray Javier Garzón Garzón, dominico del Convento Santo Tomás de Aquino, España.
El Reino empieza por la compasión de Jesús
El texto de la curación del leproso es particularmente dinámico y ágil. Los verbos se amontonan en los primeros versículos y nos permiten convertirnos en espectadores que se dejan impresionar por un encuentro que, de entrada, es ilegal. Ni Jesús ni el enfermo respetan la separación: el uno porque reconoce en Jesús a quien le puede devolver lo perdido; el otro porque “extiende la mano y toca” (1,41). Con Jesús no hay normas sino personas, no hay enfermos sino hermanos, no hay caminos de pecado sino oportunidades de reintegración.
Porque el leproso no pide ser curado expresamente, sino “limpiado”, reincorporado a la vida comunitaria, que alguien lo mire en profundidad y declare que es digno más allá de su dolencia. Y Jesús certifica esa dignidad con gestos profundamente humanos: acercarse, escuchar, tocar… Justo aquello que la ley, que hablaba en nombre de Dios, prohibía terminantemente. Por encima de las normas religiosas que oscurecen la grandeza de las criaturas, está la humanidad que devuelve a cada persona la belleza escondida.
Jesús no pronuncia frases mágicas. Solo un verbo, “quiero”, que se une al “querer” expresado por el enfermo. Sus voluntades y deseos confluyen, van en la misma línea del “querer” de Dios que en el origen creó a su imagen y semejanza, y regaló belleza y dignidad a la obra de sus manos.
Tras la curación, los caminos de Jesús y del leproso anónimo (cualquiera puede ocupar su lugar) se separan. El enfermo, que ha vivido en primera persona la salvación y sanación, vuelve al pueblo de donde había sido expulsado y se convierte en testigo.
Recuerda que los profetas anunciaron la llegada del Mesías como aquel que curaría todas las dolencias y males. Y afirma que él lo ha conocido, por eso no puede callarlo. Sin duda el Reino de Dios ya ha llegado. Anuncia con pasión y sin miedo a Cristo, y el que había sido marginado, se integra en la nueva Iglesia y construye comunidad.
Jesús, sin embargo, “se queda en los lugares despoblados” (1,45), quizá donde están los más frágiles y abandonados que necesitan escuchar y experimentar la Buena Noticia. Allí hay un lugar para nosotros, para los más desamparados, para quienes temen a la comunidad o han sido expulsados de ella, los que aún no quieren acercarse al Compasivo. Ellos son y serán sus preferidos, quienes tras dejarse tocar tienen la misión de convertirse en testigos convincentes de la fuerza del Reino.
¿Quiénes son hoy aquellos a quienes nosotros, y la sociedad, marginamos o descartamos? ¿Cómo me acerca la compasión y la humanidad al reino que comienza Jesús? ¿De qué forma puedo comprometerme más en la comunidad eclesial? ¿Cómo dar testimonio de lo que el Señor ha hecho y sigue haciendo en mi vida?
Fuente: Dominicos.org
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